miércoles, 9 de noviembre de 2011

Resumen Primer tomo, sección tercera, Capitulo 8 ( V parte)


5.  La lucha por la jornada normal de trabajo. Leyes haciendo obligatoria la prolongación de la jornada de trabajo, desde mediados del siglo XIV hasta fines del siglo XV.

“¿ Qué es una jornada de trabajo ?” ¿Durante cuánto tiempo puede lícitamente el capital consumir la fuerza de trabajo cuyo valor diario paga? ¿Hasta qué punto puede prolongarse la jornada de trabajo más allá del tiempo necesario para reproducir la propia fuerza de trabajo?
Ya hemos visto cómo responde el capital a estas preguntas: según él, la jornada de trabajo abarca las 24 horas del día, descontando únicamente las pocas horas de descanso, sin las cuales la fuerza de trabajo se negaría en absoluto a funcionar.
Nos encontramos, en primer lugar, con la verdad, harto fácil de comprender, de que el obrero no es, desde que nace hasta que muere,  más que fuerza de trabajo; por tanto, todo su tiempo disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación.
Tiempo para formarse una cultura humana, para perfeccionarse espiritualmente, para cumplir las funciones sociales del hombre, para el trato social, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida humana, incluso para santificar el domingo – aun en la tierra de los santurrones, adoradores del precepto dominical –: ¡ todo una pura pamema !
En su impulso ciego y desmedido, en su hambre canina devoradora de trabajo excedente, el capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo. Usurpa al obrero el tiempo de que necesita su cuerpo para crecer, desarrollarse y conservarse sano. Le roba el tiempo (pag.207) indispensable para asimilarse el aire libre y la luz del sol. Le capa el tiempo destinado a las comidas y lo incorpora siempre que puede al proceso de producción, haciendo que al obrero le suministren los alimentos como a un medio de producción más, como a la caldera carbón y a la máquina grasa o aceite. Reduce el sueño sano y normal que concentra, renueva y refresca las energías, al número de horas estrictamente indispensables para reanimar un poco un organismo totalmente agotado.
En vez de ser la conservación normal de la fuerza de trabajo la que trace el límite de la jornada, ocurre lo contrario: es el máximo estrujamiento diario posible de aquella el que determina, por muy violento y penoso que resulte, el tiempo de descanso del obrero.
El capital no pregunta por el límite de vida de la fuerza de trabajo. Lo que a él le interesa es, única y exclusivamente, el máximo de fuerza de trabajo que puede movilizarse y ponerse en acción durante una jornada. Y, para conseguir este                rendimiento máximo, no tiene inconveniente en abreviar la vida de la fuerza de trabajo, al modo  como el agricultor codicioso hace dar a la tierra un rendimiento intensivo desfalcando su fertilidad. (pag.208)
Además, todo eso no depende, en general,  de la buena o mala voluntad de cada capitalista. La libre concurrencia impone al capitalista individual, como leyes exteriores inexorables, las leyes inmanentes de la producción capitalista.

La implementación de una jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y obreros. En la historia de esta lucha se destacan dos fases contrapuestas. Compárese, por ejemplo, la (pag.212) legislación fabril inglesa de nuestros días con los estatutos del trabajo que rigieron Inglaterra desde el siglo XIV hasta la mitad del siglo XVIII. Mientras que las modernas leyes fabriles acortan obligatoriamente la jornada, estos estatutos tienden, por el contrario, a alargarla. (pag.213)

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