miércoles, 2 de noviembre de 2011

Resumen Primer tomo, sección tercera, Capitulo 8 ( I parte)

CAPÍTULO VIII

LA JORNADA DE TRABAJO


1.  Los límite de la jornada de trabajo

Para hacer nuestras deducciones, partíamos del supuesto de que la fuerza del trabajo se compra y se vende por su valor. Este valor se determina, como el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para su producción. Por tanto, si la producción de los medios de vida del obrero, exige , un día con otro, 6 horas, deberá trabajar también 6 horas diarias por término medio, para producir su fuerza diaria de trabajo o reproducir  el valor obtenido con su venta. La parte necesaria de su jornada de trabajo asciende, por tanto, a 6 horas y representa, como se ve, siempre y cuando que las demás condiciones no varíen,  una magnitud determinada. Pero esto no nos dice por sí solo cuál sea la duración de la jornada de trabajo
Supongamos que la línea a------------b  representa la duración o longitud del tiempo de trabajo necesario, digamos 6 horas. Alargando en 1, 3 o 6 horas, etc., el trabajo representado por la línea a--b, obtenemos los tres esquemas siguientes:
Jornada de trabajo    I : a------------b--c,
Jornada de trabajo   II : a------------b------c, 
Jornada de trabajo  III : a------------b------------c, 
Que representan tres distintas jornadas de trabajo de 7, 9 y 12 horas, respectivamente. La línea de prolongación b—c representa la longitud del trabajo excedente . Como la jornada de trabajo es = a b + b c, o sea  a b / b c  varía al variar la magnitud variable     b c. Las variaciones de ésta pueden medirse  siempre por comparación con la magnitud constante a b.
En la jornada de trabajo I, la proporción es de 1 / 6, en la jornada de trabajo II de 3 / 6, en la jornada de trabajo III de 6 / 6. Además, como la razón tiempo de trabajo excedente / tiempo de trabajo necesario determina la cuota de plusvalía para obtener ésta no hay más que establecer aquella proporción.
Así, ateniéndonos a nuestro ejemplo, la cuota de plusvalía es, en las tres jornadas de trabajo a que aludimos, del 16,66%, el 50%  y el 100% respectivamente. En cambio, la cuota de plusvalía por sí sola no nos diría jamás la duración de la jornada de trabajo. Así, por ejemplo, aún siendo del 100% la cuota de plusvalía, la jornada de trabajo podría ser de 10 o de 12 o más horas. Aquélla nos indicaría únicamente que las dos partes integrantes de la jornada de trabajo, el trabajo necesario y el trabajo excedente, eran iguales entre sí, pero no nos diría la magnitud de cada una de ellas. (pag.177)
La jornada de trabajo no representa, por tanto, una magnitud constante, sino variable. Una de las  dos  partes que la integran  se halla  condicionada  por  el  tiempo de trabajo requerido para la reproducción continua del propio obrero, pero su duración total cambia al cambiar la longitud o duración del trabajo excedente. Es decir, que la jornada de trabajo es susceptible de determinación, pero no constituye de suyo un factor deter-minado.

Pero, aun no siendo una magnitud fija, sino variable, es lo cierto que la jornada de trabajo sólo puede oscilar dentro de ciertos límites. Nos encontramos, sin embargo, con que su límite mínimo es indeterminable. Claro está que reduciendo a 0 la línea de prolongación b c , o sea el trabajo excedente, obtenemos un límite mínimo, a saber: la parte del día que el obrero tiene forzosamente que trabajar para vivir. Pero, dentro del régimen capitalista de producción, el trabajo necesario forma siempre, quiérase o no, una parte de la jornada de trabajo, que jamás se reduce ni puede reducirse a este mínimum.
En cambio, la jornada de trabajo tropieza con un límite máximo, del cual no puede pasar. Este límite máximo se determina de un doble modo. De una parte, por la limitación física de la fuerza de trabajo. Durante un día natural de 24 horas, el hombre sólo puede desplegar una determinada cantidad de fuerzas. Un caballo, por ejemplo, sólo puede trabajar, un día con otro, 8 horas. Durante una parte del día, las energías necesitan descansar, dormir; otra parte del día la dedica el hombre forzosamente a satisfacer otras necesidades físicas, a alimentarse, a lavarse, a vestirse, etc. Aparte de este límite puramente  físico, la prolongación de la jornada tropieza con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión dependen del nivel general de cultura.
Como vemos, las oscilaciones de la jornada de trabajo se contienen dentro de límites físicos y sociales. Pero, unos y otros tienen un carácter muy elástico y dejan el más amplio margen. Así se explica que nos encontremos con jornadas de trabajo de 8, 10, 12, 14, 16 y 18 horas, es decir, de las más variada duración.
El capitalista compra la fuerza de trabajo por su valor diario. Le pertenece, pues, su valor de uso durante una jornada, y con él, el derecho a hacer trabajar al obrero a su servicio durante un día.
Pero, ¿ qué se entiende por un día de trabajo ? Menos, desde luego, de un día natural.     ¿Cómo cuánto menos? El capitalista tiene sus ideas propias en cuanto a esta última Thule, a esta frontera necesaria de la jornada de trabajo. Como capitalista, él no es más que el capital personificado. Su (pag.178) alma es el alma del capital. Y el capital no tiene más que un instinto vital: el instinto de acrecentarse, de crear plusvalía, de absorber, con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de trabajo excedente.
El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el que el capitalista consume la fuerza de trabajo que compró. Y el obrero que emplea para sí su tiempo disponible roba al capitalista.
El capitalista se acoge, pues, a la ley del cambio de mercancías. Su afán, como el de todo comprador, es sacar el mayor provecho posible del valor de uso de su mercancía. Pero, de pronto, se alza la voz del obrero, que había enmudecido en medio del tráfago del proceso de producción.
La mercancía que te he vendido, dice esta voz, se distingue de la chusma de las otras mercancías en que su uso crea valor, más valor del que costó. Por eso, y no por otra cosa, fue por lo que tú la compraste. Lo que para ti es explotación  de un capital, es para mi estrujamiento de energías. Para ti y para mí no rige en el mercado más ley que la del cambio de mercancías. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que se desprende de ella, sino al comprador que la adquiere. El uso de mi fuerza diaria de trabajo te pertenece, por tanto, a ti. Pero hay algo más, y es que el precio diario de venta abonado por ella tiene que permitirme a mí reproducirla diariamente, para poder venderla de nuevo.
Prescindiendo del desgaste natural que lleva consigo la vejez, etc., yo, obrero, tengo que levantarme mañana en condiciones de poder trabajar en el mismo estado normal de fuerza, salud y diligencia que hoy. Tú me predicas a todas horas el evangelio del “ahorro” y la “abstención”. Perfectamente. De aquí en adelante, voy a administrar mi única riqueza, la fuerza de trabajo, como un hombre ahorrativo, absteniéndome de toda necia disipación. En lo sucesivo, me limitaré a poner en movimiento, en acción, la cantidad de energía estrictamente necesaria para no rebasar su duración normal y su desarrollo sano.
Alargando desmedidamente la jornada de trabajo, puedes arrancarme en un solo día una cantidad de energía superior a la que yo alcanzo a reponer en tres. Por este camino, lo que tú ganas en trabajo lo pierdo yo en sustancia energética. Una cosa (pag.179) es usar mi fuerza de trabajo y otra muy distinta desfalcarla.
Calculando que el período normal de vida de un obrero medio que trabaje racionalmente es de 30 años, tendremos que el valor de mi fuerza de trabajo, que tú me abonas un día con otro, representa  1  / 365 x 30, o sea 1 / 10950 de su valor total. Pero si dejo que la consumas en 10 años y me abones 1 / 10950 en vez de 1 / 3650 de su valor total, resultará que sólo me pagas 1 / 3 de su valor diario, robándome, por tanto, 2 / 3 diarios del valor de mi mercancía. Es como si me pagases la fuerza de trabajo de un día, empleando la de tres. Y esto va contra nuestro contrato y contra la ley del cambio de mercancías. Por eso exijo una jornada de trabajo de duración normal, y al hacerlo, sé que no tengo que apelar a tu corazón, pues en materia de dinero los sentimientos salen sobrando.
Podrás ser un ciudadano modelo, pertenecer acaso a la Liga de protección de los animales y hasta vivir con olor a santidad, pero ese objeto a quien representas frente mí no encierra en su pecho un corazón. Lo que parece palpitar en él son los latidos del mío. Exijo, pues, la jornada normal de trabajo, y al hacerlo, no hago más que exigir el valor de mi mercancía, como todo comprador.
Como se ve, fuera de límites muy elásticos, la ley del cambio de mercancías no traza directamente un límite a la jornada de trabajo. Pugnando por alargar todo lo posible la jornada de trabajo, llegando incluso, si puede, a convertir una jornada de trabajo en dos, el capitalista afirma sus derechos de comprador, y, al luchar por reducir a una determinada magnitud normal la jornada de trabajo, el obrero reivindica sus derechos de vendedor.
Nos encontramos, pues, ante una antinomia, ante dos derechos encontrados, sancionados y acuñados ambos por la ley que rige el cambio de mercancías.
Entre derechos iguales y contrarios, decide la fuerza.
Por eso, en la historia de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada de trabajo se nos revela como una lucha que se libra en torno a los límites de la jornada; lucha ventilada entre el capitalista universal, o sea, la clase capitalista, de un lado, y de otro el obrero universal, o sea, la clase obrera.

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